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Archive for enero 2010

Osira.

Las aventuras de Osira

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Una persona transita un mundo.

Ahora, en este instante las palabras comienzan a dibujar algún texto. El problema es que he olvidado lo que quería decir. Como si las palabras me estuviesen marcando el sendero de lo que no-quiero decir. Pero esas palabras que no dije no son necesariamente lo que quería decir. A mí me gusta pensar que la posibilidad abstracta e incesante del universo, soldada frente al acto llevado a cabo por error, se me presenta plausiblemente en este tipo de situaciones. Además, si supiera qué decir, no lo diría.

Me encuentro bajo cuatro paredes y un techo, en algún lugar de la ciudad. Una persona –no me acuerdo bien quién- está en algún otro cuarto guardando objetos de metal, como recipientes. Yo, podría estar guardando mariposas, o edificios. No lo sé, tal vez me haría mejor. Pero encuentro próxima y cercana a la idea de guardar palabras en algún papel. No por la idea de estar guardando alguna especie de herencia para algún futuro, sino porque encuentro un placer intrascendente en manchar las cosas de color blanco. Muchas veces lo intenté con el amarillo y otros colores que se le parecen pero instantáneamente mis energías se desvanecen.

En fin, esa persona me grita algo como “no me acuerdo bien qué, cigarrillo” o también pudo haber sido “cigarrillo, no me acuerdo bien qué”, a decir verdad no me acuerdo bien cómo fue. Y ahora que me paro para pensar y pensar algún sentido lógico de las palabras, retomo una sensación de lucidez de la misma manera que uno logra alcanzar los frutos en las ramas altas de los árboles. Entonces recuerdo bien lo que quería decir y fiel a mi contradicción de existencia, lo escribo:

QUIERO QUE LA GENTE SE CALLE,

QUE LAS COSAS SE CALLEN.

SILENCIO, SOLO POR ESTA NOCHE.

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Estampas.

Mucha gente busca discutir conmigo sobre política porque sabe que no estamos de acuerdo. A veces aprovecho la oportunidad para dejar deslizarse alguna cita, real o inventada, de Marx. G parte de la conclusión de que el comunismo no funciona y que es malo, lo segundo como consecuencia de lo primero, pero a lo mejor también viceversa. La lógica no es algo que prime en estas discusiones. G me dice, además, que Marx mató gente. Cuando le digo que no, que puede decir que algunos comunistas marxistas mataron gente, pero no Marx, G me contesta que no, que Marx mató gente. Cuando le digo que no, que Marx escribía libros y que era gordito, simpático y un economista, G me contesta que no, que Marx mató gente. Yo me desconcierto teatralmente y le pregunto a G por sus fuentes. Entonces G encuentra que la conversación deviene demasiado académica y me dice que, después de todo, no es tan importante, porque el comunismo no funciona.

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58.23.

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La tarde tenía ese olor a tierra mojada que dejan los caminos después de las tormentas. Claro que no logró darse cuenta porque María vivía en la ciudad. Ya hacía un tiempo que había abandonado los espacios rurales. Supongo que después de la muerte de su hijo no pensaba en ningún tipo de cambio. Mucho menos en regresar al trabajo de la tierra, al contacto con el agua. Líquido sabroso que baña los peces, futura cena del porvenir. Esos peces que son, también, compañía en las tardes de verano. Esa agua que sube de la tierra al cielo, nublado y carcomido por un ocaso de las jornadas cansadoras. Cansadoras de pasar el filo por la corteza de los árboles. Juntando leños, encendiendo el fuego. Con esa agua que apaga el fuego. Ese fuego que hace sudar a los árboles. Esos árboles que le dan sombra a las siestas de verano.

Esa vida y algunas otras más de menor magnitud se le habían negado luego de la muerte de  un hijo.

Ahora le quedaba José. El padre de su hijo. La imagen viva de su padre, que cada vez era más hermano y menos padre. La cuidad dibujaba menos esfuerzo en los cuerpos pero de a poco iba cerrando las ventanas del deseo en los ojos de María. Solo existía en historias fantásticas que ideaba en su cabeza, con su propia vida, y duraban  lo que dura un viaje en colectivo, una sala de espera, un café en la esquina, un antes de dormir. En fin, lo que hace a la vida cotidiana en la ciudad. En la rutina de tanto sitio ilusorio. Sesenta años describía el cuerpo de María. Flaco y con arrugas apenas naciendo, pies con ampollas. La nostalgia en la frente y el olvido de olvidar por la espalda.

La tarde tenía ese olor a tierra mojada que dejan los caminos después de las tormentas. María entraba a su casa, su hijo había muerto y hoy se conmemoraba un año. Un año más que los sobrevivientes le regalaban al muerto. José en la cama, los ojos cerrados, la nariz descansando sobre la almohada.

-Levantate, en un rato tenemos que salir para allá…

El cuerpo no se movía. Pasaban los minutos acompañados por los gritos de María. Comenzaba a desesperarse, sacudía al cuerpo con toda la rabia contenida de los años. Aceptó siempre el sueño pesado de su marido. Pero no lograba encontrar otras formas de vivir sin su espacio como madre. José no respondía, como siempre, solo que esta vez la tarde tenía ese olor de posibilidades lejanas. Lo sacudía más fuerte, se despeinaba, las gotas de sudor caían por la frente. Lo sacudía. No respondía.

Instantes después corría gritando hacia la estación más cercana mientras sacó sus últimos ahorros, y cuando llegó a la boletería, impávidamente impuso:

-Quiero un boleto del primer tren que salga, a donde sea, lo quiero.

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Gorila acorralado en Buenos Aires.

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Diluvio.

Un día empezó el diluvio...

Un día empezó el diluvio.

Llovió durante muchos días, con sus noches. No le di ninguna importancia, al principio. Ni yo ni nadie. No recuerdo en qué momento alguien soltó la idea de que la lluvia no iba a detenerse nunca más. Algunos se aterraron por la noticia, creo que yo la deseché con desprecio. Pero en ese entonces todavía nos interesaban las noticias.

Y siguió lloviendo. Yo llenaba las horas de luz gris y las horas de oscuridad sin silencio intentando comprender las razones de esa lluvia dañina. Las calles se inundaron, las instituciones seculares desaparecieron cuando el agua alcanzó la altura de sólo unos pocos metros. Apenas nos hablábamos ya.

Un día creí entrever el por qué de tanta furia, y estuve dispuesto a intentar algo, cualquier acción, aunque fuese desesperada, pero pronto comprendí que me había equivocado, y que si realmente quería comprender y lograr algo útil, tenía que seguir buscando. Y los días grises y las noches sin silencio se sucedieron, hasta que no quedó nada más que el agua, un océano sobre el que seguía lloviendo y que lo cubría todo. Y yo no lograba explicármelo, no alcanzaba a entender el por qué de toda esa furia, por qué el cielo, durante tantos días con sus noches, sepultaba la tierra, infatigablemente.

Nunca encontré una explicación, ni alcancé a ver las razones. Sólo sé que un día, tal como había empezado, el diluvio terminó.

Y entonces vi que yo no me había mojado, ni siquiera, la punta de los zapatos.

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Blanco para León.

Blanco para León.

Esta tarde, en la que llueve copiosamente...

León despliega el tablero sobre la mesa redonda de madera. Padilla tira los dados para determinar los turnos y reparte los objetivos. Nano trae de la cocina los vasos y el pote lleno de pochoclos dulces, acomoda todo sobre un mantelito. Mira los pochoclos con atención, están dorados y parecen crocantes, se le hace mentira que se hayan quemado los primeros. -Rojo-, dice Mar mientras revuelve el jugo de naranja y salpica algunas gotas sobre la mesa. Después determina los colores de los demás: verde para Ramiro, azul para Padilla, negro para Nano y blanco para León. Los cinco se ubican alrededor de la mesa y cantan en portugués como lo hacen desde chicos, pero no se ríen, para ellos es cosa seria. (Todos saben que el juego puede durar horas, en la historia de sus juntadas nadie abandonó nunca una partida a la mitad, pero esta tarde, en la que llueve copiosamente, León va a romper las reglas y se va a retirar antes de que uno pueda declararse vencedor).

León despliega el tablero sobre la mesa redonda de madera, mira a Padilla y por alguna razón, que hasta él desconoce, intenta volver atrás. Trata de cerrar el tablero tomándolo por las puntas y buscándole el doblez, pero Padilla tira repentinamente los dados. León busca desesperadamente las palabras que deshagan lo hecho, tiene las manos en los bolsillos y está parado a un costado de la mesa. Nano trae de la cocina los vasos y el pote lleno de pochoclos dulces, entonces León sabe que no hay vuelta atrás, quiere por lo menos un puñado crocante, quiere sentirlos deshacerse en su boca, dulces, apenas tibios. Antes de verlo aparecer por la puerta vaivén de la cocina León todavía tenía la esperanza de que se le quemaran los pochoclos, creía que iba a poder usarlos como excusa para interrumpir, pero ahora, nada puede hacer. Nano acomoda todo sobre un mantelito. -Rojo-, dice Mar, – verde para Ramiro, azul para Padilla, negro para Nano y blanco para León.-

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