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El lugar es detrás de.

Un pato de lana que no sabe nadar suspira y se hunde.

Me muevo, abro los ojos y enrosco mi cola. Llueve.

Desde dónde estoy veo la lluvia, pero no me mojo. Me estiro.   

Espeso, el cielo se extiende. Está agitado en gris, mojado y hosco.

La laguna se concentra: aparece como un punto negro, donde es más profunda es oscura, y allá donde toca la orilla refleja algo de verde.

Los patos de lana vuelan en V y viven poco. Se pasan volando la mayor parte del año. A veces se mojan, les pesa la lana y caen.

A base de ramas, barro y pasto seco, mi nido está hecho en la montaña. No es mío, lo robé.

La pared del la montaña se quiebra abrupta justo después del nido y desde ahí se puede ver todo el valle. Abajo está la laguna que se llena con las lluvias de primavera y se va secando hacia el verano. Para esa época nacen los pichones de pato de lana y se alimentan durante tres días sin parar. Al poco tiempo la lana de los patos crece casi cuatro veces más y su cuerpecito queda enano y frágil entre el blanco y peludo cascarón. Son prácticamente redondos, excepto por el par de alas verdes y finas que se extienden a los costados.

Desde el nido los veo caer uno por uno. Parecen manzanas. Algunos caen en la laguna y se hunden, otros caen sobre la piedra y se transforman en verdaderas manzanas achatadas y rojas.

 A centímetros de mi nido una lombriz bicolor hizo su casa hace poco tiempo. Se puede decir que es bastante simpática, pero yo trato de ignorarla continuamente. No es que me caiga mal, sólo que en un medio tan inhóspito como en el que vivo, los amigos duran poco.         

 Una vez entablé una amistad con un pato de lana que cayó sobre mi nido. Cuando lo encontré estaba tiritando. Tenía los ojos, que eran verdes como las alas, bien abiertos y con el iris grande y limpio y la pupila muy chiquita. La mirada parecía la de un loco o algo así. Se fue en cuanto se hubo recuperado, pero la tormenta lo alcanzó poco después de que partiera. Al día siguiente volé unos kilómetros y lo encontré junto a muchos otros, algunos tenían días de muertos y la mayoría eran puro esqueleto. Así fue que entendí por qué el pato volaba. El cielo estaba tranquilo en rosa, seco y apacible. Oscurecía. Enrosqué mi cola y volé de vuelta a casa.

 

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