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Posts Tagged ‘ferviente lector’

Rostros que apareciendo y desapareciendo dibujan cuerpos entrechocándose en la abundancia de miradas perdidas. Una avenida va creciendo al son del ruido de bocinas y protestas, y cruzando a otra avenida contornean un bar, dando contexto a esos rostros que con cuerpos y miradas perdidas hacen de la ciudad un lugar real.

Entre ellos un viejo escritor entra al bar. Un bolso colgado al hombro. Un saco viejo con pitucones y parches en los pitucones, sin botones, desteñido. Riega la mesa con escritos y libros viejos, rotos, transcurridos.

Su presencia despierta en el bar un silencio funerario. El espacio ocupado por mesas, sillas, cafés, mozos y personas comienza a sobrecargarse de miradas dirigidas. Su presencia revive la dualidad constante entre la particularidad de lo cotidiano y la generalidad del pensamiento. Cualquiera podría imaginarse a Vallejo o Artaud tomando un café en París, Perú, México, Irlanda o tal vez España. Siempre y cuando nos situemos en la distancia a la que nos emplea cierta reflexión. En cambio, sería de carácter improbable situar en el pensamiento la presencia real de un hombre perdido por propia elección. Destinando su vida al testimonio de ideas y experiencias que circundan una época, un siglo, un momento histórico construido causalmente. Intentando debelar los cimientos –y a su vez, las fracturas- de la existencia.

Música de fondo. Una música que sonaría en cualquier estación de radio popular. Suena muy leve. Televisores sin sonido. El silencio del bar, poco a poco comienza a esconderse detrás del murmullo de las conversaciones. El hombre se sienta junto a una ventana que da a la avenida.

_ Es un buen día para tomar un café.

_ Estoy de acuerdo. De todos modos quisiera ver la carta.

_ Enseguida se la traigo, señor.

Toda su postura frente a aquel hombre con el cuerpo avejentado le daban la posibilidad de desencadenarse carente de deseos. Sumándole las ansias del anciano por revivir cierto perfil juvenil inconcluso. La moza llevaba una soltura y delicadeza combinadas que hacían de la escena una posible imagen melancólica.

_ Aquí tiene señor.

_ Gracias.

_ Quiero el café que sale 7 pesos.

_ El que viene con tres medialunas sale 9 pesos.

El hombre revisa sus bolsillos, y pensando responde:

_ Bueno, está bien, el de 9. Pero no tengo más dinero.

_ Y yo que andaba esperando alguien que me invite a tomar algo.

Responde la señorita con humor. Claramente, él está demasiado viejo para comprender y oír todo lo que sucede a su alrededor. Pero son demasiados años de vida como para no saber como comportarse ante tanto no saber qué pasa. Ante tanta imposibilidad de comunicarse.

_ Será la próxima.

Efectivamente, el tiempo fue sucediendo y de a poco junto con la luz del sol, los cuerpos con sus rostros y miradas perdidas fueron reduciéndose hasta liberar el espacio ocupado por avenidas, bares, bocinas y protestas. Y aquellos que no conciben convivir con lo posible, lo acotado, el deseo satisfecho, el sueldo a fin de mes, comenzaban a imperar en el ambiente.

Entre tanto dicho escritor leía en voz alta pasajes de la elegía Pan y Vino de Hölderlin:

En todo su contorno descansa la ciudad; quieta se vuelve la callejuela iluminada,
Y, con antorchas adornados, se alejan susurrando los carruajes
.”

Daba sorbos a su café, comía trozos de medialuna y regresaba:

Pero ocultamos inútilmente el corazón en el pecho, inútilmente sólo
Mantenemos la valentía nosotros, maestros y jóvenes, pues quién
Quisiera impedirlo y quién quisiera prohibirnos la alegría?

Transcurriendo el tiempo con medialunas y café este hombre viejo, anciano y escritor se eleva y comienza a recitar con mayor decisión:

Pero amigo! llegamos demasiado tarde. En verdad viven los dioses,
Pero sobre la cabeza allá arriba en otro mundo.
Sin fin actúan allí y parecen no prestar atención
Si nosotros vivimos, con tanto cuidado nos tratan los celestes.
Pues no siempre puede darles cabida una vasija débil,
Solamente en ciertos momentos soporta el hombre la plenitud divina.

_ Señor, tiene que retirarse. Ya no hay nadie, de hecho estamos cerrando.

_ ¿Cuánto es?

_ 15 pesos

_ ¡¿15?!

_ Perdón. Era broma. Le dije que eran 9.

_ Está bien. Fue innecesario.

_ Adiós.

El hombre que arribó bajo la corriente del ruido, se retira temperamental en la oscuridad de una ciudad que deja entrever la vida en el error, en la grieta. En la imperfección de baldosas rotas, de gente con hambre sin tener a dónde saciarse.

Solo, se retira inconforme para su propio bien.

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El viento del dos de julio.

Los tres  policías abrieron la puerta y entraron a la habitación. Teo pasó primero porque era el jefe. El último, José Alderete, cerró y se quedó parado ahí mismo para vigilar la entrada.  Recorrieron el lugar como para tener una primera idea de lo que había pasado.

Vieron al hombre sentado, lo vieron tieso y blanco, todavía se aferraba a su libro, como si no estuviese muerto.

Buscaron pistas, buscaron razones. Vieron las marcas en el cuello, los rasguños en el pantalón y aquella sustancia gelatinosa que le caía desde el labio.

Uno de los policías, José Guido, se acercó al muerto para poder ver mejor. Se acercó y sacó una lupa de mango plateado. Se acercó y fijó su vista en las marcas desordenadas que le cubrían el cuello. José Guido entornó los ojos, “ Son manos ”.

“¿Manos ? ”

“Principalmente dedos, pero también hay algunas marcas de manos enteras. Fueron manos diminutas, manos y dedos fuertes, dedos diminutos, pero muy fuertes. ”

“¿Lo ahorcaron?”

“Así parece. Treparon por el cuello y lo ahorcaron”

Teo se acercó al muerto y lo revisó con la lupa. Con el ceño fruncido pasó del cuello a la boca y de la boca a los labios. La piel estaba levantada y se abría en millones de grietas. En lo profundo de la garganta vio la lengua, vio moretones azules y algunos dientes sueltos.

“No lo ahoracaron. Treparon por el cuello pero no lo ahorcaron, lo mataron desde adentro.”

Se desprendía un olor agrio parecido al vómito.

Dejó la lupa sobre el escritorio y se puso los guantes de látex, después metió la mano para sacar la lengua afuera. Descubrió que estaba llena de agujeros muy chiquitos, creyó que sangraba, pero no. La sangre corría caliente por entre sus manos, el hombre estaba frío, la sangre era ajena.

“No es su sangre.”

José Alderete se sobresaltó, miró hacía ambos costados, pero no vio nada.

El estómago del muerto hizo un ruido y desde la boca  un chorro rojo salió con fuerza hacía arriba.

Sangre líquida, roja y caliente.

Los tres se quedaron mudos, en silencio.

Teo respiró, inhaló claramente y exhaló.

“Está adentro. Lo que sangra está adentro del hombre.”

Teo se alejó de a poco y miró la escena del crimen. Vio las manos apretadas, los dedos casi penetrando el libro y  los ojos, vio los ojos en blanco, los ojos que no miraban. Sintió compasión, era un lector, un ferviente lector. Quiso saber qué leía, quiso saber por qué no había dejado de leer hasta que lo mataron. Se acercó al hombre, se acercó al texto y vio. Vio y gritó.

“Pelos.”

José Guido recorrió con la vista la habitación, se detuvo en la biblioteca y notó que uno de los estantes estaba vacío, como si algo se hubiera retirado de ahí dejando sus pelos, pelos rojizos y sucios, pelos embalsamados con olor a formol.

José Guido se alejó cuanto pudo y miró a su jefe esperando la orden. Un minuto en silencio. Murmullos. Oyeron ruidos, ruidos como de estómago enfermo, oyeron pasos, ruidos secos que golpeaban contra el piso, millones de pasitos diminutos y fuertes.

“Alderete, abrí la puerta.”

José Alderete dejó el puesto y corrió a abrir la puerta. Intentó, lo volvió a intentar una y mil veces, pero la cerradura, que desprendió un ruido a metal oxidado, no cedió.

“Estamos encerrados.”

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