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Archive for abril 2010

Estampas.

El padre de C murió de cáncer a los 63 años. Practicaba remo todas las tardes en el Club Náutico, comía sano y equilibrado, dormía regularmente. Apenas alcanzó a conocer a su nieto, que tenía casi tres meses cuando él murió. C vive al lado del mar pero nunca se baña, pinta cuadros abstractos, fuma demasiado y a la hora de comer alterna la cerveza, los huevos fritos y el chocolate. Algunos meses antes de cumplir 63, recibe la noticia de que la mujer de su hijo está embarazada, y pocos días después, a C le diagnostican leucemia. Yo recuerdo un libro que investiga la repetición de ciertos patrones de enfermedades y muertes en algunas familias, a lo largo de las distintas generaciones. C me cuenta la historia de su padre, él mismo pone el acento en los paralelismos temporales, y casi sin darse cuenta, avergonzándose de sus palabras en el mismo momento en que las dice, lamenta que el embarazo de su nieto haya sucedido justo ahora, cuando él va a cumplir 63 años.

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El viento del dos de julio.

Los tres  policías abrieron la puerta y entraron a la habitación. Teo pasó primero porque era el jefe. El último, José Alderete, cerró y se quedó parado ahí mismo para vigilar la entrada.  Recorrieron el lugar como para tener una primera idea de lo que había pasado.

Vieron al hombre sentado, lo vieron tieso y blanco, todavía se aferraba a su libro, como si no estuviese muerto.

Buscaron pistas, buscaron razones. Vieron las marcas en el cuello, los rasguños en el pantalón y aquella sustancia gelatinosa que le caía desde el labio.

Uno de los policías, José Guido, se acercó al muerto para poder ver mejor. Se acercó y sacó una lupa de mango plateado. Se acercó y fijó su vista en las marcas desordenadas que le cubrían el cuello. José Guido entornó los ojos, “ Son manos ”.

“¿Manos ? ”

“Principalmente dedos, pero también hay algunas marcas de manos enteras. Fueron manos diminutas, manos y dedos fuertes, dedos diminutos, pero muy fuertes. ”

“¿Lo ahorcaron?”

“Así parece. Treparon por el cuello y lo ahorcaron”

Teo se acercó al muerto y lo revisó con la lupa. Con el ceño fruncido pasó del cuello a la boca y de la boca a los labios. La piel estaba levantada y se abría en millones de grietas. En lo profundo de la garganta vio la lengua, vio moretones azules y algunos dientes sueltos.

“No lo ahoracaron. Treparon por el cuello pero no lo ahorcaron, lo mataron desde adentro.”

Se desprendía un olor agrio parecido al vómito.

Dejó la lupa sobre el escritorio y se puso los guantes de látex, después metió la mano para sacar la lengua afuera. Descubrió que estaba llena de agujeros muy chiquitos, creyó que sangraba, pero no. La sangre corría caliente por entre sus manos, el hombre estaba frío, la sangre era ajena.

“No es su sangre.”

José Alderete se sobresaltó, miró hacía ambos costados, pero no vio nada.

El estómago del muerto hizo un ruido y desde la boca  un chorro rojo salió con fuerza hacía arriba.

Sangre líquida, roja y caliente.

Los tres se quedaron mudos, en silencio.

Teo respiró, inhaló claramente y exhaló.

“Está adentro. Lo que sangra está adentro del hombre.”

Teo se alejó de a poco y miró la escena del crimen. Vio las manos apretadas, los dedos casi penetrando el libro y  los ojos, vio los ojos en blanco, los ojos que no miraban. Sintió compasión, era un lector, un ferviente lector. Quiso saber qué leía, quiso saber por qué no había dejado de leer hasta que lo mataron. Se acercó al hombre, se acercó al texto y vio. Vio y gritó.

“Pelos.”

José Guido recorrió con la vista la habitación, se detuvo en la biblioteca y notó que uno de los estantes estaba vacío, como si algo se hubiera retirado de ahí dejando sus pelos, pelos rojizos y sucios, pelos embalsamados con olor a formol.

José Guido se alejó cuanto pudo y miró a su jefe esperando la orden. Un minuto en silencio. Murmullos. Oyeron ruidos, ruidos como de estómago enfermo, oyeron pasos, ruidos secos que golpeaban contra el piso, millones de pasitos diminutos y fuertes.

“Alderete, abrí la puerta.”

José Alderete dejó el puesto y corrió a abrir la puerta. Intentó, lo volvió a intentar una y mil veces, pero la cerradura, que desprendió un ruido a metal oxidado, no cedió.

“Estamos encerrados.”

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