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Archive for febrero 2010

Entrevista realizada a Lorenzo Olarte, encargado del museo de la CGT y peronista durante 60 años, en Enero de 2010.

Las escaleras que dan acceso al interior del edificio están en sombras, nada se mueve adentro. El ruido y la furia convertidos en imagen mansa, en estatua, en placa de bronce. Un busto de Rucci vigila la entrada,  no es posible esconderse, hay que subir hasta él para pasar. Arriba nos recibe cualquier secretaria, nosotros sabemos a quién buscamos,  nos dice que esperemos, que Olarte ya viene, que está almorzando.  Olarte nos va a decir que a él no le gusta que lo llamen “encargado del museo”, va a ser él mismo quién nos indique con un gesto que la entrevista será en el segundo piso, en las habitaciones donde el cuerpo de Eva Perón permaneció durante tres años luego de ser embalsamado por un médico español. Subimos usando el ascensor, Olarte nos deja pasar primero. 

El principio fue en el ´48, cuando Olarte se hizo peronista. “Creo que todos los trabajadores, todos los humildes, éramos peronistas”, dice.  O no, o el principio fue un poco antes. El padre de Olarte era militar, y según nos dice, antes de la revolución del ´43 le pagaban el sueldo cada dos o tres meses.  En el ´46, cuando Perón ganó las elecciones, su papá le dijo: “Ese presidente va a ser nuestro presidente”. Sin embargo el principio sigue sin ser demasiado claro, porque Olarte en realidad partió de Corrientes rumbo a la Plaza de Mayo en el ´50. Dice que fue a Buenos Aires para aprender un oficio. Se recibió de tornero y entró a trabajar en los talleres de la municipalidad.

Aunque tiene la visión disminuida porque uno de sus ojos está completamente blanco, Lorenzo Olarte es un hombre de mirada firme, un verdadero peronista de 84 años. “Un día fui a Plaza de Mayo a ver qué era”, dice. Nos cuenta que llegó a la plaza temprano y que estaba bastante cerca del balcón. “Ahí los conocí”, explica. Cuando recuerda se le llenan los ojos de lágrimas y parece un poco más joven. “Ni aplaudí, ni nada, de la emoción de verla… de verla a Evita.” Entonces Olarte fija la mirada en el fondo de la habitación y dice, más bien dibuja: “Yo sentía atrás, en mi espalda, ¡Perón, Perón!”, el sonido sordo parece oírse entre los muebles del museo, mientras, él flexiona las rodillas y agita los brazos con el ritmo del llamado. “El grito fue hasta que en el balcón apareció Evita, después quedé con los brazos cruzados sobre el pecho. De la emoción de verlos se me caían las lágrimas. Uno podía escucharlos en la radio, verlos en las revistas, pero ahí… la gente, la plaza, la multitud”. Olarte, un chico de Corrientes, cruzado de brazos y llorando de emoción en medio de la multitud que grita en la plaza llena del 1 de mayo de 1950. “Imagínense,” nos dice, “Ver a Evita y a Perón.”

 Y entonces Olarte se deja llevar por los recuerdos de esos días felices: vivía en la calle Tacuarí, pagaba 40 pesos de alquiler, almorzaba de lo mejor por $1.50, y si no tenía mucho, por 80 centavos se comía un bife a caballo en la lechería. “La gente vivía feliz”, nos dice, y en eso recuerda el “sumarino con beibicuí” por 30 centavos y las distintas clases de cerveza. De golpe interrumpe: “Eran todos trabajadores, eso sí,  todos muy bien vestidos. Usté al cine, si no tenía corbata, no entraba. Todos de traje tenían que ir.” Cualquiera pueda imaginarse la prolijidad que Olarte imagina. Como rememorando con su cuerpo, hoy él está vestido de punta en blanco: zapatos bien lustrados, pantalón pinzado y camisa. “¡Y qué respeto había!”, afirma enfáticamente. “Con Evita y Perón, no íbamos a la plaza a los empujones. No, era igual que cuando pasaba un padre con su sotana larga, o el ejército, un teniente por ejemplo, un coronel. Se los saludaba, había un respeto.” Y concluye, “Vivíamos felices”.

“Pero esa felicidad se terminó un día, cuando cayó Perón, en el 55”. Nos habla sobre las prohibiciones, los miedos, la ignorancia sobre el destino del cuerpo de Evita. “No podíamos tener fotos de la compañera, quemaban los retratos del general, los bustos de Evita en las plazas eran enlazados y tirados por caballos. Desastres hicieron. Nosotros veíamos todo eso y no podíamos hacer nada. Fue como una ola, como una tormenta.” Olarte se escondió en el Tigre durante septiembre del ´55: “Me fui. Me dijeron que me vaya, que desaparezca. Pero seguía trabajando. Yo venía a los talleres, me hacía el buenito, y por abajo, en los baños, escribíamos «Viva Perón, viva Evita»». Se instaló en el Delta y desde ahí empezó a tener contactos con la Resistencia. “La unidad básica no existía más, empezamos a formar los cuadros en San Isidro. Como el sindicato de gastronómicos no había sido intervenido ése era el punto de reunión. Íbamos a la noche, cuando caía la tarde. Mal o bien, pero estábamos atentos a lo que pasaba. Salíamos clandestinamente a tirar volantes, y después llegábamos  al trabajo sin dormir. Éramos muchos. Había compañeras también.” Con las manos dibuja la cantidad de gente, nos mira y dice: “Ese era el fervor del peronismo. Porque Perón estaba vivo. Había un líder, que era Perón. Él era nuestro líder. No como ahora: «Fulano conducción»… ¿y? Pero Olarte le escapa a hablar del presente: no le gusta lo que ve.

Una pareja de brasileños llega al museo de la CGT y Olarte tiene que interrumpir la entrevista para hacerles la visita guiada. Después entra un grupo de ingleses y él les muestra todo con marcado entusiasmo. “Todo el día así”, dice Olarte. “Muchos turistas dicen que Evita, en Europa, es universal, en México también. Pero acá, como ustedes, que quieren saber de mi militancia, pocos”. Se acerca, se sienta, y ya se vuelve a parar para mostrarnos en el espacio como estaban distribuidos los objetos cuando Perón volvió parara su tercera presidencia: “Ya estaba viejito, sabíamos que no iba a vivir mucho tiempo. Vino a pacificar, era un caos acá, con la ERP, los Montoneros… Perón se la jugó”. Se queda pensando con la mirada perdida: “Si Perón hubiera muerto afuera de su patria los gorilas hoy estaban contentos. Lindo que Perón se hubiera muerto allá lejos como San Martín, como Rosas, como muchos que se jugaron por la patria. Pero Perón murió siendo presidente. Siete millones de votos tuvo la fórmula Perón – Perón, reventaba las urnas…” A Olarte se le va la voz, se tapa la boca con la mano izquierda y se queda un rato en silencio.

            Sobre Ezeiza dice poco, hay temas en los que no quiere profundizar: “Salimos de San Isidro. Éramos varios compañeros y de pronto viene uno y nos advierte «Muchachos, cambien de rumbo, vayan por otro lado, porque los están esperando». Entonces fuimos por Hurlingham, sin conocer el camino, a pie, por los montes, a pie, y ¡cómo llovía!, compañeras y compañeros con los niños en brazos. Eso era emoción, de llegar ahí, a Ezeiza a esperar al General. Compañeros de Lanús, de Morón, de todos lados. Y la policía, palo va, palo viene, y nosotros corríamos. Algunos compañeros la ligaron. La montada, ¡mamita querida!, te daba una con esos sables y te doblaba el espinazo. Y nosotros entre la arbolada, entre los árboles, entre el bosque caminando, caminando… Y llegábamos y…  ¡ese día!” No cuenta nada más de Ezeiza, en seguida da vuelta la página, hasta el día siguiente, cuando Perón fue a la casa en Vicente López. “Ya ahí sí, ya éramos capos nosotros. Ahí sí.” Olarte se entusiasma. “Era así. La valla tendría cinco o seis metros, y en esa esquina estaba el gomero, una planta de gomero, había un palco, y había tanta gente que parecía un palomar. Una juventud había ahí, «¡Perón, Perón!», mirando tranquilamente. El único que vino, a eso de las 3 y media de la tarde, era Rucci, en el Torino anaranjado. De traje, el Enano. En la ventana estaban Isabel y él, subido a un cajón de manzana, porque era bajito. Eran las 5 de la tarde. Sábado. En el gomero puso la bandera paraguaya. Isabel puso la bandera argentina. Y todos me preguntaban «Olarte, ¿por qué puso la bandera paraguaya?», y yo les decía: «Pará, que ya te lo va a decir».Y de golpe salió… Perón salió y… -llora- … y tiró el gorrito… Y Olarte sigue llorando y moviendo la cabeza mientras se acuerda de esa tarde.  Le cuesta hablar, decir frases enteras. “Ahí sí, porque en Ezeiza lo vimos lejos nosotros… Pero ahí… ahí sí.” Hace una pausa larga, sigue llorando. “Después de 18 años de lucha, murieron muchos compañeros. ¿Cómo no íbamos a llorar de alegría? “

            Según dice, a Olarte no le hace falta mucho más: “Con dos pesos yo estoy contento, mientras no me falte el pan en la mesa, yo estoy contento, yo no quiero mucha plata. Quiero vivir así, como el Paraná —y desliza la mano abierta sobre una superficie lisa que nosotros no vemos—, ahí, ni olas ni nada, el río manso.” Pero advierte: “Si seguimos así, ¡ojo, eh! El pueblo es manso, pero cuando se embravece, somos tan ciegos como el toro. El pueblo, llega un momento en que no aguanta más.”

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Todos creen que me llamo Max.

Alcanzó a reconocer ese nombre que no era el suyo...

Gunt no supo cómo había pasado, pero un lunes se dio cuenta de que desde hacía un tiempo todos habían estado llamándolo Max. Esa mañana su mujer lo saludó “Buen día, Max”, y le gritó una frase que no entendió desde el ascensor, aunque alcanzó a reconocer ese nombre que no era el suyo. En la oficina, lo mismo. No sólo su jefe lo llamaba Max, sino que además ahora lo tuteaba. Por lo demás, esa mañana lo trató igual que siempre. Un amigo que encontró en un café también lo llamó Max, pero su amigo acababa de separarse y quería hablar de su mujer, de manera que Gunt no le preguntó nada sobre el tema de su nombre. Así pasó la semana. Al principio, cuando le decían Max, Gunt pensaba que era una broma, o se daba vuelta para ver si le hablaban a alguien detrás de él, siempre para comprobar que era a él a quien llamaban. Con los días se fue habituando a no cuestionar ese nombre, aunque se decía a sí mismo que no tenía intenciones de aceptarlo. Hacia el fin de semana decidió visitar a sus padres, creo que confiando en que ahí todavía se llamaría Gunt, pero su madre lo recibió diciendo: “Max, ¡qué sorpresa tu visita!”: la vieja estaba contenta. Gunt se siguió llamando Max durante casi tres meses, hasta que se fue a vivir a Montevideo.

Antes de irse, volviendo a su casa una tarde, Gunt había conocido a Lara en el subte. Se miraron, se hablaron, fueron a un café. Gunt dijo que se llamaba Gunt, y Lara no lo discutió. Sé que después se volvieron a encontrar algunas veces, se enamoraron. El amor, a veces, es la excusa. Se reunían siempre en el mismo café, a la tarde.

-Vámonos de la ciudad, no soporto todo esto- había dicho Gunt-. Todos creen que me llamo Max.

-¡Qué idiotas!- le había contestado Lara, y después se habían besado.

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Al final del juego, comienza siempre ese otro juego.

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Cuando nos despertamos estábamos sudando. En el momento no nos llamó la atención. Yo intentaba en vano abrir los ojos porque de la misma manera, el sueño intentaba cerrármelos. Ninguno se había percatado del calor. Al menos, continuaban dentro de sus posiciones angelicales. Decidí dejar de luchar contra mis impulsos de dormir.

Al rato, me levanté. Seguía sudando. Era un poco molesto pero me entretenía más ese instante primero en que las figuras son difusas y los colores se confunden con cualquiera de los sentidos. Alrededor no percibía movimientos. Solo al fondo de mis imágenes unos pequeños desplazamientos de color amarillento. En el centro veía los cuerpos acurrucados. Del centro de la imagen hacia mí, los colores se volvían cada vez más oscuros.

Comencé a desplazarme. Continuaba sudando, acaso con mayor intensidad. Llegué hasta lo que entendí como la cocina. Me pareció simpática la idea de preparar el desayuno para todos. Supuse que todos querrían. Yo continuaba anestesiado. Comenzaba a llamarme la atención. Aunque le preste poca importancia porque prefería estar así.

No tenía noción del tiempo.

Al rato, en la cocina, comprendí. El hogar estaba en llamas. El sudor era extremo. Rápidamente cancelé mis preparativos y corrí a asistir a los cuerpos echados al suelo. No reaccionaban. Aunque la piel del cuerpo se les mantenía intacta, no reaccionaban. Parecían intoxicados. Algunos ya estaban muertos, otros en perfecto estado pero molestos, me acusaban de estropearles el sueño. Hice lo posible por hacerlos entrar en razón. No pasó nada. No pasó nada más que el fuego consumiendo mi cuerpo.

Ahora dejé de habitar bajo las formas de cuerpo, mente y colores. Tan solo soy polvo que vuela por los vientos de la ciudad. Quizás sea demasiado tarde pero comprendí que debí haber huido e intentar vivir sin ellos. Quizás sea raro pero ahora vivo sin ellos y todavía puedo continuar (sigo vivo).

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Ema.

Ema llora, le sacaron el vaso de jugo de las manos porque ya no tiene más y se puso a llorar. El padre la lleva del bracito hasta el almohadón de la penitencia y la hace sentar de cara contra la pared. – Y no salgas hasta que no dejes de llorar-, dice.

Ema tiene dos años y hace días que llora demasiado por poca cosa. Cuando todos piensan que va a olvidarse, ella encuentra algo por lo que sufrir desgarradamente, y vuelve a empezar. Se apaga el televisor y Ema mira un rato con los ojos vidriosos la pantalla oscura y pronto empiezan las lágrimas incontenibles. Lo mismo cuando se termina la comida del plato o cuando el padre se va de la casa unos minutos para comprar algo. No es raro que últimamente la lleven seguido al almohadón de la penitencia. Ema llora hasta que no quiere más y sale de ahí cuando está dispuesta a jugar con alguna muñeca o a bailar mientras su papa le canta folklore.

Los padres de Ema invitaron a Lila y a Andrés a comer y les pidieron que trajeran el helado, a cambio ellos iban a cocinar un guiso riojano, pero los tiempos no les dieron, y mientras la madre llama por teléfono a la “La Cuocca” para pedir dos docenas de empanadas, Ema llora desde el almohadón de la penitencia.

Entonces Lila, que se siente repentinamente identificada, nota que la nena está llorando mucho y pregunta por qué. – Está así desde que nos mudamos-, dice el padre. – Llora por todo, lo único que reconoce del departamento anterior es su cama. Los primeros días no quería bajarse, llevaba sus juguetes y se quedaba horas sentadita en el centro, aferrada a lo que le quedaba de su reino anterior.-

Lila llora, de pronto entiende algo y llora. Lila se identifica con una nena de dos años y entonces llora, pero llora delante de los amigos, de los amigos a quienes les trajo helado para comer de postre, de los amigos que como estaban cansados no cocinaron guiso riojano, de los amigos que llaman para pedir empanadas y que entre seis de carne y dos de roquefort, la miran llorar.

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Chop Chop.

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Osira.

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