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Archive for the ‘Ficciones’ Category

Rostros que apareciendo y desapareciendo dibujan cuerpos entrechocándose en la abundancia de miradas perdidas. Una avenida va creciendo al son del ruido de bocinas y protestas, y cruzando a otra avenida contornean un bar, dando contexto a esos rostros que con cuerpos y miradas perdidas hacen de la ciudad un lugar real.

Entre ellos un viejo escritor entra al bar. Un bolso colgado al hombro. Un saco viejo con pitucones y parches en los pitucones, sin botones, desteñido. Riega la mesa con escritos y libros viejos, rotos, transcurridos.

Su presencia despierta en el bar un silencio funerario. El espacio ocupado por mesas, sillas, cafés, mozos y personas comienza a sobrecargarse de miradas dirigidas. Su presencia revive la dualidad constante entre la particularidad de lo cotidiano y la generalidad del pensamiento. Cualquiera podría imaginarse a Vallejo o Artaud tomando un café en París, Perú, México, Irlanda o tal vez España. Siempre y cuando nos situemos en la distancia a la que nos emplea cierta reflexión. En cambio, sería de carácter improbable situar en el pensamiento la presencia real de un hombre perdido por propia elección. Destinando su vida al testimonio de ideas y experiencias que circundan una época, un siglo, un momento histórico construido causalmente. Intentando debelar los cimientos –y a su vez, las fracturas- de la existencia.

Música de fondo. Una música que sonaría en cualquier estación de radio popular. Suena muy leve. Televisores sin sonido. El silencio del bar, poco a poco comienza a esconderse detrás del murmullo de las conversaciones. El hombre se sienta junto a una ventana que da a la avenida.

_ Es un buen día para tomar un café.

_ Estoy de acuerdo. De todos modos quisiera ver la carta.

_ Enseguida se la traigo, señor.

Toda su postura frente a aquel hombre con el cuerpo avejentado le daban la posibilidad de desencadenarse carente de deseos. Sumándole las ansias del anciano por revivir cierto perfil juvenil inconcluso. La moza llevaba una soltura y delicadeza combinadas que hacían de la escena una posible imagen melancólica.

_ Aquí tiene señor.

_ Gracias.

_ Quiero el café que sale 7 pesos.

_ El que viene con tres medialunas sale 9 pesos.

El hombre revisa sus bolsillos, y pensando responde:

_ Bueno, está bien, el de 9. Pero no tengo más dinero.

_ Y yo que andaba esperando alguien que me invite a tomar algo.

Responde la señorita con humor. Claramente, él está demasiado viejo para comprender y oír todo lo que sucede a su alrededor. Pero son demasiados años de vida como para no saber como comportarse ante tanto no saber qué pasa. Ante tanta imposibilidad de comunicarse.

_ Será la próxima.

Efectivamente, el tiempo fue sucediendo y de a poco junto con la luz del sol, los cuerpos con sus rostros y miradas perdidas fueron reduciéndose hasta liberar el espacio ocupado por avenidas, bares, bocinas y protestas. Y aquellos que no conciben convivir con lo posible, lo acotado, el deseo satisfecho, el sueldo a fin de mes, comenzaban a imperar en el ambiente.

Entre tanto dicho escritor leía en voz alta pasajes de la elegía Pan y Vino de Hölderlin:

En todo su contorno descansa la ciudad; quieta se vuelve la callejuela iluminada,
Y, con antorchas adornados, se alejan susurrando los carruajes
.”

Daba sorbos a su café, comía trozos de medialuna y regresaba:

Pero ocultamos inútilmente el corazón en el pecho, inútilmente sólo
Mantenemos la valentía nosotros, maestros y jóvenes, pues quién
Quisiera impedirlo y quién quisiera prohibirnos la alegría?

Transcurriendo el tiempo con medialunas y café este hombre viejo, anciano y escritor se eleva y comienza a recitar con mayor decisión:

Pero amigo! llegamos demasiado tarde. En verdad viven los dioses,
Pero sobre la cabeza allá arriba en otro mundo.
Sin fin actúan allí y parecen no prestar atención
Si nosotros vivimos, con tanto cuidado nos tratan los celestes.
Pues no siempre puede darles cabida una vasija débil,
Solamente en ciertos momentos soporta el hombre la plenitud divina.

_ Señor, tiene que retirarse. Ya no hay nadie, de hecho estamos cerrando.

_ ¿Cuánto es?

_ 15 pesos

_ ¡¿15?!

_ Perdón. Era broma. Le dije que eran 9.

_ Está bien. Fue innecesario.

_ Adiós.

El hombre que arribó bajo la corriente del ruido, se retira temperamental en la oscuridad de una ciudad que deja entrever la vida en el error, en la grieta. En la imperfección de baldosas rotas, de gente con hambre sin tener a dónde saciarse.

Solo, se retira inconforme para su propio bien.

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La ilusión, ese espejo frenético que no cesa de representar sensaciones en cada uno de los seres y su alrededor (esos otros seres), tan real como las cuatro paredes que le siguen a uno para todas las dimensiones según la dirección que tomen las palabras –simples ilusiones- hace su presencia en algunas noches, en algunas habitaciones:

_ A decir verdad, tengo mucho sueño. Voy a prender el velador.
_ Pero si ya está prendido.
_ Perdón, quise decir…
_ Comprendí…cuántas palabras además de las palabras, no?
_ No llames palabra a los movimientos silenciosos que rápidamente le das…
_ ¿Una categoría?
_ No, ¿cómo decir?
_ ¿Una identidad?
_ Sí, identidad, qué bello sonido el de esa palabra.
_ Pero a la vez la desprecias. Por otro lado no le veo mucho sentido a lo que decís porque…
_ Uh, ya empezamos…
_ No, ya habíamos empezado. Pero no importa, atendé la siguiente cuestión. El hecho: la luz dejó de estar.
_ No, ni siquiera hubo un hecho. Al menos no uno solo. Simplemente un movimiento silencioso que modificó nuestras sensaciones para con alguna especie de realidad que nos circunda y, al menos para mí, para con alguna otra que nos bifurca o tal vez nos escinda.
_ Bueno, no importa…
_ Si importa, A mí me importa…
_ Ves que no me dejás hablar.
_ Siempre te defendés con el mismo argumento…
_ ¡Pero escuchá! … Entonces pasó eso…
_ ¿Qué cosa?
_ Lo que acabas de decir.
_ ¿Qué dije?
_ Eso, lo de las sensaciones locas…
_ ¿Estás hablando en serio? Y después yo no escucho
_ Es que cuesta seguirte si me interrumpís cuando estoy llegando a donde quiero ir.
_ ¿A dónde querés ir?
_ No sé, tal vez algún lugar dónde no exista el día separado de la noche. Pero por ejemplo, ¿cuántos son los canales mediante los cuáles vos podrías darte cuenta hacia donde quiero ir?
_ ¿Muchísimos? También podría ser ninguno. Tus preguntas son caminos de retorno hacia tus propias percepciones.
_ Tus respuestas no poseen una estructura muy diferente, eh!
_Cuántas voces habremos representado en esta noche, en este mundo.
_ ¿Qué? Vos no me entendés…
_ ¿Y vos?
_ Sí, pero harta esforzarse en entenderte, y vos nada.
_ No, digo ¿Vos te entendés?
_ ¡Qué! ¿Quién? ¿Yo? Sí, más bien.
_ No te traiciones.
_ Vos y la palabra
_ ¿Seguiremos despiertos?
_ Supongo
_ ¿Por qué?
_ Y no sé, ¿no me estás respondiendo?
_ ¿y si estoy en tu sueño?
_ Bueno por eso lo supongo y no lo afirmo.
_ Sí, pero ese supongo fue como una afirmación.
_ Tengo sueño.
_ Sería muy feo soñar que tenés sueño
_ Pero no estoy soñando, de hecho por eso tengo sueño.
_ ¿Cómo sabés?
_ Porque lo sé…
_ A ver y ¿por qué?…

Y en algunas otras noches, en algunas otras habitaciones el espejo se quiebra para hacer de la ilusión, sensaciones moldeables de una práctica vital.

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El viento del dos de julio.

Los tres  policías abrieron la puerta y entraron a la habitación. Teo pasó primero porque era el jefe. El último, José Alderete, cerró y se quedó parado ahí mismo para vigilar la entrada.  Recorrieron el lugar como para tener una primera idea de lo que había pasado.

Vieron al hombre sentado, lo vieron tieso y blanco, todavía se aferraba a su libro, como si no estuviese muerto.

Buscaron pistas, buscaron razones. Vieron las marcas en el cuello, los rasguños en el pantalón y aquella sustancia gelatinosa que le caía desde el labio.

Uno de los policías, José Guido, se acercó al muerto para poder ver mejor. Se acercó y sacó una lupa de mango plateado. Se acercó y fijó su vista en las marcas desordenadas que le cubrían el cuello. José Guido entornó los ojos, “ Son manos ”.

“¿Manos ? ”

“Principalmente dedos, pero también hay algunas marcas de manos enteras. Fueron manos diminutas, manos y dedos fuertes, dedos diminutos, pero muy fuertes. ”

“¿Lo ahorcaron?”

“Así parece. Treparon por el cuello y lo ahorcaron”

Teo se acercó al muerto y lo revisó con la lupa. Con el ceño fruncido pasó del cuello a la boca y de la boca a los labios. La piel estaba levantada y se abría en millones de grietas. En lo profundo de la garganta vio la lengua, vio moretones azules y algunos dientes sueltos.

“No lo ahoracaron. Treparon por el cuello pero no lo ahorcaron, lo mataron desde adentro.”

Se desprendía un olor agrio parecido al vómito.

Dejó la lupa sobre el escritorio y se puso los guantes de látex, después metió la mano para sacar la lengua afuera. Descubrió que estaba llena de agujeros muy chiquitos, creyó que sangraba, pero no. La sangre corría caliente por entre sus manos, el hombre estaba frío, la sangre era ajena.

“No es su sangre.”

José Alderete se sobresaltó, miró hacía ambos costados, pero no vio nada.

El estómago del muerto hizo un ruido y desde la boca  un chorro rojo salió con fuerza hacía arriba.

Sangre líquida, roja y caliente.

Los tres se quedaron mudos, en silencio.

Teo respiró, inhaló claramente y exhaló.

“Está adentro. Lo que sangra está adentro del hombre.”

Teo se alejó de a poco y miró la escena del crimen. Vio las manos apretadas, los dedos casi penetrando el libro y  los ojos, vio los ojos en blanco, los ojos que no miraban. Sintió compasión, era un lector, un ferviente lector. Quiso saber qué leía, quiso saber por qué no había dejado de leer hasta que lo mataron. Se acercó al hombre, se acercó al texto y vio. Vio y gritó.

“Pelos.”

José Guido recorrió con la vista la habitación, se detuvo en la biblioteca y notó que uno de los estantes estaba vacío, como si algo se hubiera retirado de ahí dejando sus pelos, pelos rojizos y sucios, pelos embalsamados con olor a formol.

José Guido se alejó cuanto pudo y miró a su jefe esperando la orden. Un minuto en silencio. Murmullos. Oyeron ruidos, ruidos como de estómago enfermo, oyeron pasos, ruidos secos que golpeaban contra el piso, millones de pasitos diminutos y fuertes.

“Alderete, abrí la puerta.”

José Alderete dejó el puesto y corrió a abrir la puerta. Intentó, lo volvió a intentar una y mil veces, pero la cerradura, que desprendió un ruido a metal oxidado, no cedió.

“Estamos encerrados.”

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2.0.

Dos  que no tienen trabajo. Uno, porteño, el otro, mendocino. Deciden hacer una serie por internet, retratan la vida de un barrio imaginario de Buenos Aires con casi nada de presupuesto, una cámara, un micrófono, poco más. Sobre todo, hinchándoles las pelotas a los amigos, personajes involuntarios pero conscientes de una historia que es y no es la suya: los porros, las mujeres, las borracheras, los personajes del barrio. Bueno, hasta ahí va bien. Pero después resulta que el de Mendoza aparece muerto, y la serie empieza a seguir la historia de la búsqueda del asesino. El problema es que el mendocino no había aparecido nunca en la serie, que de pronto dejó los temas barriales para convertirse en un policial que habla del asesinato de alguien que nunca vimos antes, pero que todos sabemos que es uno de los autores de la historia, por los créditos y porque uno de los amigotes del barrio se encarga de explicarlo, por si ese día a la audiencia le pegó para el lado imbécil. Porque claro que los amigos siguen ahí, y los porros, y las mujeres (aunque un poco menos, es cierto: cuando la historia tenga un final discernible va a servir para levantar, y ahí van a volver a aparecer), y también las opiniones inverosímiles de los personajes habituales. Así que hay un muerto que nunca estuvo antes en el barrio imaginario, y hay un barrio imaginario que empieza a tener las formas y los límites precisos de un barrio real, creo que es Núñez, pero por ahora las imágenes se mantienen lejos de los puntos icónicos. Y el porteño no aparece nunca, incluso aparece menos que antes, porque ahora la cámara tiene pretensiones de objetividad, como si fuera un noticiero o un reality show. Del juicio se sabe poco, parece que quisieran hacer evidente que no pueden entrar a filmar en Tribunales, cosa bastante probable, por otro lado. Últimamente, las ideas y las hipótesis se fueron acabando, porque no hay ningún detective entre los personajes. Los amigos fueron apareciendo cada vez menos. O mejor: tienen cada vez más presencia en la serie, pero se nota que no están ahí todo el tiempo, como al principio. La serie ya no muestra un fragmento de una reunión que duró horas y horas, sino que muestra enteros los escasos minutos en que alguno apareció. Nadie sospecha de nadie, pero eso es lo que la edición deja ver. Quién sabe. El último capítulo sólo mostró la casa del porteño, un poco de la calle, y una salida al supermercado chino a comprar algo. Una suerte de abuso de cotidianeidad. Y dura unos minutos menos que los anteriores.

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Érase una vez en un pequeño valle rodeado de ríos, montañas y  lagos. Todo el valle estaba habitado por jugosas frutas, plantas muy verdes, un montón de animales que allí vivían.  Sobre todo las aves. Todas pintadas con los colores del arco iris.

Érase una vez una horrible ave, tan incomprensible como detestada. Intentaba hablar y vomitaba cera que rápidamente formaba «hermosas figuras» para los felices animales habitantes del valle.

El ave era tan horrible como temerosa. Temía verse a sí misma en los espejos del agua. Adolescente y desconfiada de toda belleza aparente, ignoraba su capacidad de volar.

Todas las que compartían su raza, la conocían, y verla era tan feo como caerse del árbol durante la siesta. No había argumentos para sostener el miedo. Contra un sentimiento no se lucha, se repetía en silencio, para no vomitar mucho. Simplemente tenía formas diferentes de moverse y su aspecto no era normal.

Un día cualquiera, arbitrariamente seleccionado por la causalidad constante del devenir histórico insaturable e insaciable, el pequeño muchachito rebelde iba dando brinquitos alrededor del lago, ensuciando el viento con la saliva de sus cantos. Buscando algún pez para poder echarle eructos al sol, tan bello como sublime.
Entonces cuando estaba en busca de su carnada, un pequeño grupo de cangrejos borrachos, tan bellos como sublimes, lo llamaron amistosamente.

El ave se acerca.

-¿Qué quieren?
-Tus figuras. Cuéntanos de ellas.

Y el ave confusa, acostumbrado a la soledad. Sintió que los cangrejos deseaban conocerla. Su estado hipocondríaco fue creciendo cada más. No supo qué hacer.

El viento sopló como nunca. Muy sorprendido por la imagen, el viento sopló mucho.
Hizo bailar a unas flores que tomaban agua en la orilla. El polvillo de una flor voló.
Ingresó por la nariz del adolescente.

Los cangrejos se acercaban más y más. El maldito encontró en el miedo un poder. En el poder un vuelo. Y comenzó a volar, muy, muy alto.
Creyendo que su capacidad de volar dependía del polvillo y no de su propio cuerpo, continuó exigiéndole al viento una caricia a las flores para que ellas le entreguen su vuelo.

Y de tanto polvillo hizo de su persona un joven aceptado, decente y agradable para los habitantes del lugar.

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Todos creen que me llamo Max.

Alcanzó a reconocer ese nombre que no era el suyo...

Gunt no supo cómo había pasado, pero un lunes se dio cuenta de que desde hacía un tiempo todos habían estado llamándolo Max. Esa mañana su mujer lo saludó “Buen día, Max”, y le gritó una frase que no entendió desde el ascensor, aunque alcanzó a reconocer ese nombre que no era el suyo. En la oficina, lo mismo. No sólo su jefe lo llamaba Max, sino que además ahora lo tuteaba. Por lo demás, esa mañana lo trató igual que siempre. Un amigo que encontró en un café también lo llamó Max, pero su amigo acababa de separarse y quería hablar de su mujer, de manera que Gunt no le preguntó nada sobre el tema de su nombre. Así pasó la semana. Al principio, cuando le decían Max, Gunt pensaba que era una broma, o se daba vuelta para ver si le hablaban a alguien detrás de él, siempre para comprobar que era a él a quien llamaban. Con los días se fue habituando a no cuestionar ese nombre, aunque se decía a sí mismo que no tenía intenciones de aceptarlo. Hacia el fin de semana decidió visitar a sus padres, creo que confiando en que ahí todavía se llamaría Gunt, pero su madre lo recibió diciendo: “Max, ¡qué sorpresa tu visita!”: la vieja estaba contenta. Gunt se siguió llamando Max durante casi tres meses, hasta que se fue a vivir a Montevideo.

Antes de irse, volviendo a su casa una tarde, Gunt había conocido a Lara en el subte. Se miraron, se hablaron, fueron a un café. Gunt dijo que se llamaba Gunt, y Lara no lo discutió. Sé que después se volvieron a encontrar algunas veces, se enamoraron. El amor, a veces, es la excusa. Se reunían siempre en el mismo café, a la tarde.

-Vámonos de la ciudad, no soporto todo esto- había dicho Gunt-. Todos creen que me llamo Max.

-¡Qué idiotas!- le había contestado Lara, y después se habían besado.

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Cuando nos despertamos estábamos sudando. En el momento no nos llamó la atención. Yo intentaba en vano abrir los ojos porque de la misma manera, el sueño intentaba cerrármelos. Ninguno se había percatado del calor. Al menos, continuaban dentro de sus posiciones angelicales. Decidí dejar de luchar contra mis impulsos de dormir.

Al rato, me levanté. Seguía sudando. Era un poco molesto pero me entretenía más ese instante primero en que las figuras son difusas y los colores se confunden con cualquiera de los sentidos. Alrededor no percibía movimientos. Solo al fondo de mis imágenes unos pequeños desplazamientos de color amarillento. En el centro veía los cuerpos acurrucados. Del centro de la imagen hacia mí, los colores se volvían cada vez más oscuros.

Comencé a desplazarme. Continuaba sudando, acaso con mayor intensidad. Llegué hasta lo que entendí como la cocina. Me pareció simpática la idea de preparar el desayuno para todos. Supuse que todos querrían. Yo continuaba anestesiado. Comenzaba a llamarme la atención. Aunque le preste poca importancia porque prefería estar así.

No tenía noción del tiempo.

Al rato, en la cocina, comprendí. El hogar estaba en llamas. El sudor era extremo. Rápidamente cancelé mis preparativos y corrí a asistir a los cuerpos echados al suelo. No reaccionaban. Aunque la piel del cuerpo se les mantenía intacta, no reaccionaban. Parecían intoxicados. Algunos ya estaban muertos, otros en perfecto estado pero molestos, me acusaban de estropearles el sueño. Hice lo posible por hacerlos entrar en razón. No pasó nada. No pasó nada más que el fuego consumiendo mi cuerpo.

Ahora dejé de habitar bajo las formas de cuerpo, mente y colores. Tan solo soy polvo que vuela por los vientos de la ciudad. Quizás sea demasiado tarde pero comprendí que debí haber huido e intentar vivir sin ellos. Quizás sea raro pero ahora vivo sin ellos y todavía puedo continuar (sigo vivo).

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Ema.

Ema llora, le sacaron el vaso de jugo de las manos porque ya no tiene más y se puso a llorar. El padre la lleva del bracito hasta el almohadón de la penitencia y la hace sentar de cara contra la pared. – Y no salgas hasta que no dejes de llorar-, dice.

Ema tiene dos años y hace días que llora demasiado por poca cosa. Cuando todos piensan que va a olvidarse, ella encuentra algo por lo que sufrir desgarradamente, y vuelve a empezar. Se apaga el televisor y Ema mira un rato con los ojos vidriosos la pantalla oscura y pronto empiezan las lágrimas incontenibles. Lo mismo cuando se termina la comida del plato o cuando el padre se va de la casa unos minutos para comprar algo. No es raro que últimamente la lleven seguido al almohadón de la penitencia. Ema llora hasta que no quiere más y sale de ahí cuando está dispuesta a jugar con alguna muñeca o a bailar mientras su papa le canta folklore.

Los padres de Ema invitaron a Lila y a Andrés a comer y les pidieron que trajeran el helado, a cambio ellos iban a cocinar un guiso riojano, pero los tiempos no les dieron, y mientras la madre llama por teléfono a la “La Cuocca” para pedir dos docenas de empanadas, Ema llora desde el almohadón de la penitencia.

Entonces Lila, que se siente repentinamente identificada, nota que la nena está llorando mucho y pregunta por qué. – Está así desde que nos mudamos-, dice el padre. – Llora por todo, lo único que reconoce del departamento anterior es su cama. Los primeros días no quería bajarse, llevaba sus juguetes y se quedaba horas sentadita en el centro, aferrada a lo que le quedaba de su reino anterior.-

Lila llora, de pronto entiende algo y llora. Lila se identifica con una nena de dos años y entonces llora, pero llora delante de los amigos, de los amigos a quienes les trajo helado para comer de postre, de los amigos que como estaban cansados no cocinaron guiso riojano, de los amigos que llaman para pedir empanadas y que entre seis de carne y dos de roquefort, la miran llorar.

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Una persona transita un mundo.

Ahora, en este instante las palabras comienzan a dibujar algún texto. El problema es que he olvidado lo que quería decir. Como si las palabras me estuviesen marcando el sendero de lo que no-quiero decir. Pero esas palabras que no dije no son necesariamente lo que quería decir. A mí me gusta pensar que la posibilidad abstracta e incesante del universo, soldada frente al acto llevado a cabo por error, se me presenta plausiblemente en este tipo de situaciones. Además, si supiera qué decir, no lo diría.

Me encuentro bajo cuatro paredes y un techo, en algún lugar de la ciudad. Una persona –no me acuerdo bien quién- está en algún otro cuarto guardando objetos de metal, como recipientes. Yo, podría estar guardando mariposas, o edificios. No lo sé, tal vez me haría mejor. Pero encuentro próxima y cercana a la idea de guardar palabras en algún papel. No por la idea de estar guardando alguna especie de herencia para algún futuro, sino porque encuentro un placer intrascendente en manchar las cosas de color blanco. Muchas veces lo intenté con el amarillo y otros colores que se le parecen pero instantáneamente mis energías se desvanecen.

En fin, esa persona me grita algo como “no me acuerdo bien qué, cigarrillo” o también pudo haber sido “cigarrillo, no me acuerdo bien qué”, a decir verdad no me acuerdo bien cómo fue. Y ahora que me paro para pensar y pensar algún sentido lógico de las palabras, retomo una sensación de lucidez de la misma manera que uno logra alcanzar los frutos en las ramas altas de los árboles. Entonces recuerdo bien lo que quería decir y fiel a mi contradicción de existencia, lo escribo:

QUIERO QUE LA GENTE SE CALLE,

QUE LAS COSAS SE CALLEN.

SILENCIO, SOLO POR ESTA NOCHE.

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La tarde tenía ese olor a tierra mojada que dejan los caminos después de las tormentas. Claro que no logró darse cuenta porque María vivía en la ciudad. Ya hacía un tiempo que había abandonado los espacios rurales. Supongo que después de la muerte de su hijo no pensaba en ningún tipo de cambio. Mucho menos en regresar al trabajo de la tierra, al contacto con el agua. Líquido sabroso que baña los peces, futura cena del porvenir. Esos peces que son, también, compañía en las tardes de verano. Esa agua que sube de la tierra al cielo, nublado y carcomido por un ocaso de las jornadas cansadoras. Cansadoras de pasar el filo por la corteza de los árboles. Juntando leños, encendiendo el fuego. Con esa agua que apaga el fuego. Ese fuego que hace sudar a los árboles. Esos árboles que le dan sombra a las siestas de verano.

Esa vida y algunas otras más de menor magnitud se le habían negado luego de la muerte de  un hijo.

Ahora le quedaba José. El padre de su hijo. La imagen viva de su padre, que cada vez era más hermano y menos padre. La cuidad dibujaba menos esfuerzo en los cuerpos pero de a poco iba cerrando las ventanas del deseo en los ojos de María. Solo existía en historias fantásticas que ideaba en su cabeza, con su propia vida, y duraban  lo que dura un viaje en colectivo, una sala de espera, un café en la esquina, un antes de dormir. En fin, lo que hace a la vida cotidiana en la ciudad. En la rutina de tanto sitio ilusorio. Sesenta años describía el cuerpo de María. Flaco y con arrugas apenas naciendo, pies con ampollas. La nostalgia en la frente y el olvido de olvidar por la espalda.

La tarde tenía ese olor a tierra mojada que dejan los caminos después de las tormentas. María entraba a su casa, su hijo había muerto y hoy se conmemoraba un año. Un año más que los sobrevivientes le regalaban al muerto. José en la cama, los ojos cerrados, la nariz descansando sobre la almohada.

-Levantate, en un rato tenemos que salir para allá…

El cuerpo no se movía. Pasaban los minutos acompañados por los gritos de María. Comenzaba a desesperarse, sacudía al cuerpo con toda la rabia contenida de los años. Aceptó siempre el sueño pesado de su marido. Pero no lograba encontrar otras formas de vivir sin su espacio como madre. José no respondía, como siempre, solo que esta vez la tarde tenía ese olor de posibilidades lejanas. Lo sacudía más fuerte, se despeinaba, las gotas de sudor caían por la frente. Lo sacudía. No respondía.

Instantes después corría gritando hacia la estación más cercana mientras sacó sus últimos ahorros, y cuando llegó a la boletería, impávidamente impuso:

-Quiero un boleto del primer tren que salga, a donde sea, lo quiero.

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